EL PAÍS.- Tres palmadas en el aire pueden tener un poder perturbador. Significan que un cliente está entrando y que la conversación y el descanso de los pies, alzados en tacones de 15 centímetros, se han acabado. Nadie te llama por tu nombre, ni te pide nada por favor. Es hora de levantarse, arreglarse la minifalda y fingir. Por la puerta entran dos jóvenes japoneses imberbes, con aspecto de nerds, que se sientan, en seguida, con una cerveza en la mano. A la altura de sus ojos están las piernas de una decena de mujeres con historias muy serias a sus espaldas, poco dinero y mucho IMAGEN-12776503-2maquillaje. Se disponen a elegir.

Cada una de ellas lleva tatuada una historia: hay una auxiliar de necropsia, una azafata de vuelo, una estudiante de fisioterapia, una aspirante a masajista con el Nuevo Testamento en el bolso y varias madres. También hay una miss y una futura ingeniera industrial que no quisieron conceder entrevistas. Todas ellas tienen en común tres cosas: se acuestan con hombres por dinero, odian su trabajo y han venido a Río a hacer una pequeña fortuna durante los Juegos Olímpicos. Comparten también el sueño de comenzar de nuevo: después de los Juegos, todas se imaginan recuperando una vida normal.

Quien trajo a estas mujeres a la ciudad, y continuará trayendo a más hasta el final de los Juegos, es un matemático que nunca había trabajado con prostitutas, que ha entrado en el negocio con un socio también sin experiencia. No pretenden hacerse ricos, pero se apresuraron a inaugurar un local en el centro de la ciudad para no perder el impulso turístico del evento que llevará la antorcha olímpica a pocos metros de allí. Decidieron atraer a mujeres de otros Estados porque los clientes locales dicen que se cansan de tener siempre las mismas ofertas, pero, en realidad, llevar a mujeres de fuera, alojarlas en un piso donde ellos mismos duermen y ofrecerles el transporte ayuda a tenerlas controladas y evita que falten al trabajo o que causen problemas por temor a ser expulsadas.

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