EL PAÍS.- Tres palmadas en el aire pueden tener un poder perturbador. Significan que un cliente está entrando y que la conversación y el descanso de los pies, alzados en tacones de 15 centímetros, se han acabado. Nadie te llama por tu nombre, ni te pide nada por favor. Es hora de levantarse, arreglarse la minifalda y fingir. Por la puerta entran dos jóvenes japoneses imberbes, con aspecto de nerds, que se sientan, en seguida, con una cerveza en la mano. A la altura de sus ojos están las piernas de una decena de mujeres con historias muy serias a sus espaldas, poco dinero y mucho
maquillaje. Se disponen a elegir.
Es la hora del almuerzo en un piso de cuatro dormitorios en una urbanización de lujo con vistas a las palmeras imperiales del Jardín Botánico. En la cocina, Luiza (todos los nombres son ficticios) prepara un delicioso plato típico con gambas, una excepción en una dieta que, por lo general, se compone de pollo y carne. Hay dos turnos para que coman las 13 mujeres que viven allí. El primero tiene que salir a la una de la tarde a camino del club, que atrae a encorbatados después del cierre de las oficinas, y el segundo, que sale a las tres de la tarde. Comen e intentan repetir. Su próxima comida será un pan con jamón, de pie, en el club.
Luiza tiene 32 años, vino del Estado de Espírito Santo, a 500 kilómetros de aquí, y aprendió a cocinar con una mujer a la que considera su madre, la directora del orfanato donde vivió hasta los 19 años de edad. Hacía casi una década que no se prostituía, pero regresó después de separarse de su marido, por quien había salido de los clubs. Cuando comenzó a trabajar como prostituta, tras salir del orfanato, sus ambiciones eran sencillas: comprar salmón y comer algodón de azúcar, lujos para una niña sin infancia. Hoy tiene que rehacer su vida y quiere abrir un restaurante, pero no tiene dinero. Se enteró de la oferta de venir a Río a trabajar en este club y aceptó. A disgusto. Es tímida: «Hasta hoy no consigo entrarles a los clientes», dice. Luiza se quedará en Río hasta el 22 de agosto, fin de la competición, con el objetivo de dejar atrás las calles para siempre.
La oferta que Luiza y las otras 12 mujeres recibieron incluye el viaje de ida a Río, la alimentación, el transporte y el alojamiento gratuito. A cambio, están obligadas a trabajar en el club ocho horas al día, de lunes a viernes, a seducir a los clientes para que consuman y a prostituirse el mayor número posible de veces cada noche. Los interesados pagan 100 reales (27 euros) para entrar en el local, 300 reales (81 euros) por acostarse con mujeres y otros 100 reales por el cuarto. La prostitución no es un delito en Brasil y está reconocida por el Ministerio de Trabajo desde 2012, pero lo que los socios de la casa hacen se considera proxenetismo, que castigado con hasta cuatro años de cárcel.
Cada una de ellas lleva tatuada una historia: hay una auxiliar de necropsia, una azafata de vuelo, una estudiante de fisioterapia, una aspirante a masajista con el Nuevo Testamento en el bolso y varias madres. También hay una miss y una futura ingeniera industrial que no quisieron conceder entrevistas. Todas ellas tienen en común tres cosas: se acuestan con hombres por dinero, odian su trabajo y han venido a Río a hacer una pequeña fortuna durante los Juegos Olímpicos. Comparten también el sueño de comenzar de nuevo: después de los Juegos, todas se imaginan recuperando una vida normal.
Quien trajo a estas mujeres a la ciudad, y continuará trayendo a más hasta el final de los Juegos, es un matemático que nunca había trabajado con prostitutas, que ha entrado en el negocio con un socio también sin experiencia. No pretenden hacerse ricos, pero se apresuraron a inaugurar un local en el centro de la ciudad para no perder el impulso turístico del evento que llevará la antorcha olímpica a pocos metros de allí. Decidieron atraer a mujeres de otros Estados porque los clientes locales dicen que se cansan de tener siempre las mismas ofertas, pero, en realidad, llevar a mujeres de fuera, alojarlas en un piso donde ellos mismos duermen y ofrecerles el transporte ayuda a tenerlas controladas y evita que falten al trabajo o que causen problemas por temor a ser expulsadas.





