EL PAÍS.- EL MUNDO de Enrique Metinides (Ciudad de México, 1934) la realidad presenta contornos difusos.
Hay que sentarse a su lado y escucharle un rato para entenderlo.
El fotógrafo que durante décadas retrató la muerte en carne viva es ahora un jubilado simpático, que se desliza por las habitaciones de su abigarrado piso como un pequeño duende pop.
Con orgullo casi paternal va mostrando su colección de figurillas de ranas verdes (a destacar la que conduce un deportivo limón), sus máscaras venecianas, sus monedas conmemorativas, las incesantes fotos de sus tres hijos, cinco nietos y dos bisnietos, las escayolas de cristos y vírgenes… y así hasta alcanzar una puerta lateral, casi imperceptible desde el salón. Al abrirla, se llega a la cámara del tesoro de Metinides. Dentro, encapsulados en el tiempo, hay más de 3.000 coches de juguete. Son ambulancias, vehículos de bomberos y policía en miniatura que alfombran el suelo, abarrotan las paredes y casi tocan el techo. Un delirio barroco, a escala airgam-boy, donde el único espacio libre es una minúscula senda que conduce a otra puerta, aún más misteriosa y detrás de la cual el artista guarda la verdadera trastienda de su alma: los periódicos donde a lo largo de medio siglo aparecieron sus fotografías.
El material sobre el que ha edificado su leyenda. Su obra.
–Artista no sé si soy, pero desde luego he sido el que más ha publicado en la prensa mexicana –bromea.
Metinides ha vuelto al salón y se ha arrellanado en su sofá. Viste de beis. Con delicadeza comenta sus instantáneas y, de vez en cuando, se detiene a señalar lo imposible. Por ejemplo, toma la imagen del incendio de una gasolinera, posa el índice derecho en la llamarada y dice que ahí se observa el perfil del diablo. “Fíjese en la boca, los ojos, el cuerpo; ahí está, sea verdad o mentira”. Otras veces va más allá y, como suele pasar en México, su explicación adquiere aires mágicos. Ocurre con la fotografía del autobús número 18 de la línea México-Cuautitlán-Zumpango. El 17 de junio de 1954, el transporte volcó y chocó contra un árbol. Una de las fallecidas fue una mujer de mediana edad, con una larga y gruesa trenza. En la imagen, su cuerpo sobresale de una ventana. La mano izquierda le cuelga y toca el árbol.
–Mire, una rama le está dando la mano a la muerta.
–¿Y por qué haría eso?
–Quizá, porque murió por su culpa –responde el fotógrafo.
Jarambalos Enrique Metinides Tsironides es un hombre antiguo. De modales clásicos y muy religioso. Nueve vírgenes de Guadalupe y dos cristos ocupan el cabecero de su cama. No le gusta que le recuerden la edad y, si a una “dama” se le cae algo, es el primero, pese a sus 82 años, en recogerlo. Con esa filosofía, escucha antes de hablar y, cuando habla, en su rostro asoma una sonrisa larga, casi circular, de esas que acaban formando ondas en el ambiente. A nadie le cabe duda de que es un tipo especial.
Su destino era haber nacido en Estados Unidos. Ahí se dirigían sus padres, Teoharis y María, inmigrantes griegos, cuando su barco hizo escala en Veracruz y, tras ser desvalijados, tuvieron que quedarse en México y probar fortuna. En la capital, en la populosa colonia de Santa María la Ribera, su padre abrió un restaurante. Eran los años veinte y todo se tambaleaba a su alrededor, pero el negocio le fue bien, extendió su familia y cuando el pequeño Jarambalos Enrique cumplió nueve años, le regaló un sueño. Una Brownie Junior, de fabricación alemana. Doce fotos en blanco y negro. Cañón de caja. Su progenitor le conocía bien.